sábado, 1 de septiembre de 2012

¿QUÉ TAL TU VIDA AMOROSA?

Empieza por hacerte estas preguntas: ¿Cómo es tu vida amo­rosa? ¿Te rodean personas cariñosas que te demuestran amor? ¿Personas que te conocen de verdad, que te valoran y te quieren?
¿Personas a las que tú conoces íntimamente, a las que puedes amar a tu vez? ¿Crece el círculo de amor a medida que entras en con­tacto con más personas? ¿Eres capaz de dar y recibir amor fácil­mente con personas de ambos sexos? ¿Hay alguien especial con quien compartes el tipo de sexualidad que deseas disfrutar? ¿Man­tienes relaciones duraderas?
Aparte de las relaciones con los demás, ¿cómo te relacionas contigo mismo? ¿Te quieres? ¿Te gustas totalmente y te sientes cómodo con ­tu estilo de vida? ¿O por el contrario estás en conflicto permanente, te gustas un rato pero te disgustas el resto del tiempo? Quizás incluso te odias; detestarse no es tan insó­lito. ¿Hasta dónde llega tu autoestima? ¿Cómo calificarías tu rendi­miento profesional? ¿Eres capaz de brindarte compasión, perdón, aceptación y amor cuando no eres perfecto? ¿Te entregas a ti mismo en la misma medida en que te entregas a lo demás?
Si estas preguntas te producen desasosiego, ¿conoces la causa? Si las cosas no son como te gustaría que fueran, ¿sabes por qué? Si no atraes al tipo de personas que te agradan, ¿sabes qué anda mal? -¿Te diviertes realmente con la gente con quien compartes tu tiempo? ¿Disfrutas de tus actividades profesionales, de ocio y amistad, cualesquiera que sean? ¿Es tu vida como tú la deseas? Y si no lo es, ¿sabes por qué? En caso de que lo ignores, este libro puede ayudarte a averiguarlo y a encontrar una solución prác­tica.
Tómate unos minutos para responder a las preguntas anterio­res. Si lo que se te ha ocurrido a medida que las leías te ha llenado de una satisfacción sin reservas, si tu vida está llena de amor, ¡ma­ravilloso! Entonces es probable que para ti la vida sea una grande y gloriosa aventura de plenitud espiritual, emocional, intelectual y física. Has aprendido a amar y a ser amado, perteneces al grupo de los afortunados.
Si no es así te encuentras entre la mayoría desafortunada. Para ti hay algo que va mal, algo que va terriblemente mal; el amor con el que sueñas te elude o nunca se convierte en una realidad dura­dera; no haces más que encontrarlo, tocarlo con la yema de los dedos y verlo pasar, como cuando se lanza una piedra que pasa ro­zando la superficie del agua. Sí, es posible que tus relaciones ten­gan un buen principio, que incluso las vivas con intensidad, pero inevitablemente fracasan. Quizá tu matrimonio no vaya bien; lo que en un momento dado te pareció la culminación de tus espe­ranzas de amor puede estar convirtiéndose en un campo de batalla. Maridos, mujeres, amigos, amantes, hermanos, hermanas, padres e hijos están desconcertados y se preguntan: «¿Qué ha sido del amor? ¿Es que no era más que una fantasía infantil?».
Por supuesto que no. El amor que tanto has deseado, que tanto has luchado en vano por conseguir, no es un sueño de juventud idealista. Tampoco es sólo una palabra. Claro que es posible amar y recibir amor plenamente, no por un momento, sino durante el resto de la vida. El amor no sólo es posible, es natural: hemos sido creados para el amor, para amar y ser amados. No existe dicha mayor que el amor: nada hay más doloroso que su ausencia.
El amor será difícil de encontrar, pero no será por no bus­carlo. Normalmente la gente se arregla, se pone atractiva, sale a lu­gares donde se reúnen los demás buscadores y espera a que llegue la persona idónea. A menudo se forjan la ilusión de que el amor depende de encontrar a una persona con una mezcla perfecta de buenas cualidades y un mínimo de malas. «Si encontrara a alguien inteligente y con sentido del humor, se dicen, «sería tan fácil amar. Sí encontrara a una persona tierna, considerada, próspera y estable que deseara formar una familia (o no), el amor ya no sería un problema». La imagen del hombre o la mujer ideales varía con el tiempo, pero el engaño que se esconde detrás de esta actitud es que hasta que se encuentra a la persona que satisfaga todas las ex­pectativas, se carece de amor.
La diversidad y movilidad de las personas que configuran las grandes áreas urbanas ayudan a perpetuar las falsas esperanzas de aquellos que «salen» a buscar a alguien para poder dar salida al pozo de amor que llevan dentro. Si bien es cierto que cada día es una nueva oportunidad de encontrar a esa persona «maravillosa» que hará el sueño realidad, también es verdad que para los que no saben amar, cada día será casi con seguridad una repetición de la desilusión y el vacío cotidianos. La vida se convierte en una lucha cuando pretendemos materializar un ideal falso, pues tal autoengaño sólo puede conducir a la decepción.
En realidad el amor no depende de los demás sino de uno mismo. Si tu vida amorosa es nefasta, no se debe a que «sea difícil conocer a alguien», «no seas lo suficientemente atractivo», «no ten-gas dinero», «no te guste salir de copas para mantener charlas su­perficiales», «no encuentres a nadie de tu tipo» o «nadie se interese por una mujer divorciada y con hijos».
Muchas personas han cambiado su religión occidental por la oriental. En una era de inestabilidad, confusión e incertidumbre, los gurús v otros maestros espirituales han ejercido una influencia considerable. Es posible sentarse ante un maestro y recibir su amor, bendición y conocimiento; es posible entrar a su ashram, se­guirle a la India y recibir inyecciones diarias de su amor espiritual. Bien, pero con ello nadie va a convertirse en una persona que ama, aunque la apariencia pueda engañar. Sin embargo, sí es posi­ble que esto satisfaga la necesidad de dependencia y seguridad al tratar al maestro como al padre o a la madre amorosos que uno siempre deseó y nunca tuvo.
Ningún viaje espiritual, por elevado o iluminado que sea, puede por sí mismo enseñar el amor. El espíritu, como una cometa, se re­montará en el aire con la guía del maestro, pero el resto del ser per­manecerá en tierra, con la cuerda en la mano, observando.
Todo esto no quiere decir que deban despreciarse las valiosas enseñanzas orientales, puesto que dichas doctrinas expresan verda­des universales. Sin embargo, es ilusorio pensar que basta con sen­tarse frente a un místico para aprender a amarse uno mismo. Ac­tuar con amor no es ser amoroso, ni tampoco es igual amar a Dios, que es perfecto, que amar a seres de carne y hueso. Aun así, se nos dice que amemos al prójimo, y a pesar de que con el intelecto aceptemos este mandamiento como una máxima de sabiduría espi­ritual, ¿qué hacemos? El intelecto subrepticiamente se pone la mascara y el atavío de la espiritualidad, se convierte en un impostor y oscurece nuestro verdadero ser espiritual.
El amor a uno mismo y a los demás tiene lugar en el nivel emocional del ser, mientras que el amor a Dios que surge de la   ¡oración emana del plano espiritual. Del mismo modo que las per­sonas con carencias afectivas a veces desarrollan desmesuradamente el intelecto para compensar esta deficiencia, la gente muy religiosa suele luchar por compensar sus problemas emocionales desarrollando en exceso la espiritualidad.
 Pero cada uno de noso­tros estamos formados por una «trinidad» de intelecto, emociones y espíritu que habita en nuestro cuerpo físico, y ninguna parte puede sustituir a las demás. Por tanto, aunque desplegar la espiritualidad es una empresa positiva, también es un error pensar que cuanto más espirituales seamos, más nos amaremos a nosotros mismos y a los demás en el plano emocional.
La prueba de lo expuesto no se encuentra en mis argumentos, sino en la propia experiencia. Pregúntate si conociendo a la per­sona adecuada, experimentando la religión o meditando has alcan­zado la plenitud de amor dentro de ti. Si eres sincero, verás que ninguna de estas actividades, sean lo beneficiosas o bienintencionadas que sean, han llegado al núcleo emocional del problema.
La falta de amor es un problema emocional, y por ello muchos de nosotros nos hemos adentrado en el mundo de las psicoterapias y cursos de crecimiento personal para resolverlo. Se han creado infini­tas formas de terapia basadas en innumerables técnicas, desde las te­rapias individuales y de grupo a las disciplinas cuasi-espirituales; en ellas se habla y se escucha, se te dice cómo has de pensar y cómo no has de pensar, se intercambian gritos, masajes, bromas y codazos. Con honesta intención, algunas de estas terapias abordan directa-mente el problema de amarse a uno mismo y a los demás, pero lo más frecuente es que sean una mezcla de más y más amonestaciones y ejercicios inútiles de pensamiento positivo. La mayoría son «conti­nuadas» y de «final indeterminado». Ofrecen escasa resolución, y pocas han demostrado tener un valor duradero.
. Considere­mos las palabras de un respetado psicólogo, de buena reputación y mucha experiencia:
He pasado toda mi vida adulta tratando de poner fin a mi tor­bellino interior. Me doctoré en sicología, pero no encontré respuestas. Me hice analizar y estudié para ser yo también sicoanalista; hice progresos, pero siempre se me escapaba la solu­ción. Me apunté a una terapia de grupo y comencé a experi­mentar aquí y allá para ver si encontraba curación para mí y mis pacientes: Estudié muchos métodos nuevos y conseguí más y más progresos. Descubrí el método Gestalt y avancé mucho más que hasta entonces. Me convertí en terapeuta de esta téc­nica, pero seguía sin hallar la solución. De modo que, después de dieciocho años de práctica he venido a California, aún en búsqueda de una solución a mis problemas. (...) Me he desespe­rado muchas veces, he retrocedido y he vuelto a intentarlo. Estoy harto de seguir progresando. Lo que quiero es recorrer el camino de una vez.
Los psicoterapeutas profesionales saben que la causa principal de los problemas emocionales se encuentra en la programación que recibimos de nuestros padres en la infancia. Lo saben, pero saber no es suficiente. Los terapeutas y sus pacientes amplían cada vez más sus conocimientos sin que ello se traduzca en un aumento de su capacidad de amar, porque hay una laguna o una falta de in­tegración entre lo emocional, lo intelectual y un aspecto que las te­rapias han dejado de lado durante mucho tiempo: el espiritual. Tanta información inyectada en el intelecto sólo aumenta la ten­sión y el conflicto, sin cambiar realmente el programa emocional. Ni los viajes mentales, ni el entendimiento intelectual, ni las metodologías espirituales han conseguido proporcionar un bienestar permanente
.
En otras palabras, la solución a un problema emocional no es algo que pueda «representarse» con la mente, es algo que es preciso «sentir». El intelecto tiene lógica, las emociones tienen necesidades. Hay terapias que tratan los niveles afectivos más profundos para resolver cuestiones inacabadas de la infancia. Aunque apunten a su causa, tienden a solucionar los traumas uno a uno, lentamente. Rara vez se llega a la deseada solución última, o ésta puede llevar toda una vida.
Cuando las terapias o los grupos de crecimiento fracasan en ayudar al paciente a descubrir y experimentar el amor hacia uno mismo, la solución se escapa. ¿Cómo podría ser de otro modo? Hasta que no desborde nuestra copa de amor, siempre faltará algo en nuestras vidas; por muy bien que marchen las cosas, la ausencia de amor incondicional creará un vacío, como cuando se cae un diente y la lengua no puede alejarse del hueco.
Mientras millones de personas han buscado el secreto del amor, otros han tomado un camino diferente. Saben que sufren y todo lo que desean es aliviar el dolor: la variedad de analgésicos que consumen es prácticamente infinita.
Además, el trabajo puede ser una forma de evitar el amor. Para algunas personas resulta más fácil casarse con una empresa o con una profesión que con una persona. El hombre y la mujer que tra­bajan doce o más horas diarias tienen una excusa en su cansancio o en su falta de tiempo para eludir el amor. Es habitual que rellenen compulsivamente las vacaciones y los fines de semana con muchas tareas para así no enfrentarse al vacío que sienten en su interior. Las agencias de viaje y de ocio obtienen en parte sus ganancias de la necesidad que millones de personas sin amor tienen de hacer algo, lo que sea, para no reconocer lo terrible, lo devastador, lo so­litario que es vivir sin amor.
Quizá los más patéticos sean los «solitarios», aquellos que viven año tras año con un contacto humano mínimo. Se levantan por la mañana, van a trabajar, vuelven tarde, cenan solos y pasan la velada con un libro, la televisión o sus mascotas (por supuesto, los animales nunca rechazan, son de confianza). Y al día siguiente lo mismo, y el siguiente, y el subsiguiente. Los fines de semana dan un paseo, una vuelta en coche o visitan un museo, siempre solos, apenas sin hablar con nadie, con una ausencia casi total de contacto físico.
Y sus excusas para no relacionarse, al igual que las de los bus­cadores de pareja, son interminables: «Me gusta la soledad», «Nunca he encontrado a nadie que me importara de verdad». «De­masiado esfuerzo», «No suelo gustar», «No quiero tener relaciones estables», «Quizá me pidan cosas que no quiero dar, y no me gusta decir No», y otras tantas.
Detrás del gusto por la soledad se esconde el miedo al aban­dono. Es más fácil sentirse seguro evitando a la gente que co­rriendo el riesgo de un desaire temporal, por no mencionar el re­chazo total. Pasado un tiempo se acomodan a un nivel de relación que pueden soportar, porque implica un mínimo de problemas, y ya está. Emocionalmente han muerto para el resto de su vida. Sartre dijo que «el infierno son las personas», y los solitarios viven como si se lo creyeran. En realidad el infierno son las personas únicamente cuando los demás se encuentran en el infierno de su propia falta de amor. Bajo ese exterior de zombie hay un anhelo de amor que ellos nunca reconocen por temor a encontrarse hundi­dos en un estado crónico de profunda depresión.
Si bien hay razón en todas estas cosas, ninguna de ellas es verdad; porque en un plano más profundo, aquellos que niegan el amor y su necesidad de él no hacen sino intentar «demostrar» una mentira para protegerse del dolor que supondría enfrentarse a la verdad y al vacío de sus vidas.
Si el amor no existe, no tengo que pedirlo; si no lo pido, nadie me lo negará. Es una lógica retorcida y tiene sentido... un sentido masoquista.
Sin embargo, el amor no es un obstáculo, es el gran libertador. Cuando te amas a ti mismo por lo que eres y puedes dar ese amor a los demás, alcanzas un grado de libertad desconocido para los que se desentienden y se mantienen al margen; entonces puedes cam­biar, puedes amar, no importa lo incapaz que hayas sido hasta ese momento; nunca es tarde. Para llegar a ese estado, primero es pre­ciso esclarecer el sentido del amor, lo que es y lo que no es, y des­pués eliminar los bloqueos y las resistencias mediante la reeduca­ción y el reaprendizaje.
Dar suele confundirse con amar. Es cierto que los que aman, saben dar, pero no viceversa. Hay una gran diferencia entre dar por dar y dar para recibir, y en la mayoría de los casos se trata de lo segundo, dar para obtener algo a cambio. Cuando aquellos que realmente se aman a sí mismos y a los demás dan, su dádiva está exenta de culpa y no tiene otra motivación fuera de la necesidad del que la recibe.
El amor que los padres dan a sus hijos muchas veces no es lo que parece. Hay padres que declaran amar a sus hijos y para pro­barlo enumeran los sacrificios que han hecho por ellos. Es fácil ver el tiempo y el dinero sacrificados, pero no lo es tanto ver las expectativas de recompensa que se ocultan tras ellos, y que no se manifiestan hasta que el niño se rebela o no satisface las esperanzas de los padres. «¿Cómo puede habernos hecho esto, con todo lo que nos hemos sacrificado por él?» Lamentos como éste ponen en evidencia que los padres dan para recibir a cambio, lo cual no es más que una forma de seudo-amor.
Entonces, ¿qué ha pasado con el amor? La respuesta es que en la infancia no aprendimos a amar, tan sólo observamos cómo nuestros padres se engañaban con sucedáneos del amor. En lugar de presenciar amor verdadero, fuimos testigos de una mentira v nos la creímos: aprendimos a pensar que el amor es relación sexual, dinero, comida, sufrimiento, trabajo duro, obligación o poesia.
El amor es una emoción, un estado del ser que proviene de la esencia espiritual de cada uno, es «la luz» que brilla dentro de los amantes. Aprendimos a expresarlo según fuera la relación de nues­tros padres entre sí y con nosotros. Cuando durante los años de formación experimentamos el amor incondicional, nuestra copa se desborda y al crecer podemos compartirlo con los demás. Si, por el contrario, la copa nunca estuvo llena, sólo podremos dar frugalmente, y daremos para recibir.
De todos estos ejemplos podemos sacar conclusiones impor­tantes. Para ser un buen amante, primero debes amarte a ti mismo desinteresadamente. Todo el mundo es digno de amor. Tú tam­bién puedes aprender a aceptarte, a perdonarte y a amarte a ti mismo. Cambiar es posible, por muy bloqueado que te sientas; da igual lo negativa que haya sido tu vida, porque independientemente de la adicción que hayas elegido por vergüenza, culpa y autocastigo, puedes lograr lo que siempre has deseado. Puedes hacer tu sueño realidad.
No obstante, con el análisis mental nunca encontrarás la salida del fracaso. La falta de amor por uno mismo es como una jaula, y la mente no es la llave (si el intelecto fuese tan listo, ¿por qué no estás bien?). No basta con leer un libro lleno de reglas maravillosas para dejar de ser incapaz de amar (incluso es posible que hayas co­gido este libro con esa secreta intención). Si los libros pudieran ex­plicar el amor y enseñar a sentirlo, el Antiguo Testamento habría sido suficiente. Lo que un libro sí puede hacer es cogerte de la mano y guiarte a lo largo de la experiencia. «Conocer» un pro­blema emocional no va a resolverlo, pero admitir que no sabes qué hacer es el principio del verdadero conocimiento.

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