viernes, 24 de junio de 2011

La viveza, entre la inteligencia y la estupidez.

     Frente  a  un problema concreto, la reacción mental  del hombre inteligente es  dinámica:  buscará  el  camino de la  solución, a menudo a  través de exploraciones, de asedios  desde distintos flancos,  de razonamientos abandonados en un punto y recomenzados en otro, hasta encontrar la salida.
     En latín, salida se dice exitus, que los ingleses tradujeron por exit. La inteligencia conduce al éxito.
     Ese mismo idioma, madre del nuestro, cuyo estudio  hoy les parece superfluo a algunas  autoridades  universitarias,  tiene  un  verbo, "stupere", que significa quedarse quieto, inmóvil, paralizado y, en sentido  traslaticio, mentalmente detenido como  delante de un cartel que dijera stop. De ahí deriva la  palabra estúpido:  hombre que permanece  entrampado por un problema sin atinar con la salida,  aunque a veces adopte la agitación convulsa de una mariposa encandilada por una luz  muy fuerte, o los movimientos desesperados de un animal dentro de una jaula.
     Hablo siempre de lo que ocurre en  la mente. Las dos únicas reacciones del estúpido serán la resignación o la violencia, dos falsas salidas, dos fracasos.
     Salvo casos patológicos, todos somos inteligentes  respecto a un tipo de problemas, y estúpidos respecto a otro tipo de problemas.
     Pero nuestra inteligencia y nuestra estupidez no  dependen de nuestra moral.  Hay inteligentes moralmente canallas,  y hay estúpidos moralmente intachables. No querría pasar por alto un dato: sin el auxilio del intelecto, esto es de la capacidad  del  análisis critico del problema,  y sin la posesión  de conocimientos relacionados con ese problema y adquiridos por experiencia propia, o por revelación ajena, la pura inteligencia no llegaría muy lejos en el camino del  éxito.  La estupidez, por más que acumule conocimientos, no sabe qué hacer con  ellos. Y no es raro que un intelectual, ducho de análisis critico, sea incapaz  de hallar soluciones.

     Sabiduría: El desarrollo, en un mismo individuo, de la inteligencia, del intelecto y de los conocimientos bien puede llamarse sabiduría, si no en la  aceptación teísta que le dan las Escrituras, por lo menos  como tributo humano susceptible de adquisición y de pérdida.  Pero aunque no haya sabios in omnirescibile , y hasta Leonardo Da Vinci falle en las experimentaciones con los óleos y pigmentos de sus cuadros y Albert Einstein no acierte en ubicar el hotel donde se aloja, ambos merecen el título de sabios no menos que Plinio el  Viejo,  muerto sin embargo, según Suetonio, a causa de una estúpida temeridad.
 
     Con alguna frecuencia la realidad nos pone, de momento, mentalmente paralíticos. Es cuando decimos que estamos estupefactos, lo cual significa "estar  hechos  unos  estúpidos". La inteligencia, si la tenemos, vendrá a rescatarnos de esa pasajera estupidez que, por no ser insalvable, se  llama   estupefacción.   A  propósito:  alguna vez Solyenitzin  escribió  que la televisión nos sume en largos  intervalos mentales de inmóvil estupor.
     ¿Dispondremos de la suficiente inteligencia como para no ser dañados por los poderes  estupefacientes de la hogareña y diaria televisión?.
 
 Situada a mitad de camino entre la inteligencia y  la estupidez, la viveza comparte con la inteligencia, el dinamismo mental y, con la estupidez, la incapacidad de encontrar la solución a un problema.
Se mueve, pero no en dirección de la salida  ¿hacia  dónde se dirige? Ése es su secreto, la fórmula que le permite  ponerse a resguardo de la humillación y del desprestigio que sufre la estupidez.
 La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema.
     El  hombre dotado de viveza, el vivo, no ejercita  la inteligencia, sino un sucedáneo de la inteligencia, apto para entenderse con  las consecuencias prácticas del problema, pero no con el problema mismo. Dicho de otro modo, el  vivo se mueve  mentalmente en procura de cómo eludir los efectos  de problema, de cómo (en  la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él,  ó (en la peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero.
     La viveza, pues, necesariamente se conecta con la moral. Sin el concurso del egoísmo no se  puede ser vivo. Y para echarle el fardo al prójimo sin que éste se resista, es  imprescindible cierto grado de inescrupulosidad y hace falta practicar algún  género de fraude siquiera verbal.
     Observado durante un corto plazo, el  vivo da la  impresión de haber obtenido éxito, de ser inteligente: se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias o, mejor aún sacándoles provecho. Como el flujo de los efectos no se interrumpe, el vivo no puede entregarse a los ocios y recesos  de la  viveza .
De ahí que se los suele calificar de "despiertos". Aparenta una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales.
     El  inteligente, cuando está armando sus estrategias para  atacar un problema, parece amodorrado y, en comparación  con el vivo, un poco estúpido. Cuanto más complejo sea el problema, más exigirá del  inteligente paciencia y esfuerzo;  más  lo someterá al silencioso y tedioso  análisis crítico y al  constante  repaso de los conocimientos.
 La viveza no puede permitirse esas demoras.

     Los efectos prácticos del problema no esperan  mucho  tiempo para hacerse sentir.  De modo que el vivo está obligado a la rapidez y, consecuentemente, a la improvisación de sus  métodos por lo general empíricos.
Otra vez el inteligente comparado con el vivo, parecerá lento y hasta  torpe.  Si los efectos del problema,  por su magnitud o por su complejidad,  sobrepasan las posibilidades de la viveza para eludirlos, para  aprovecharlos o para torcerlos hacia un costado, el vivo, por fin acorralado como un estúpido, no  sucumbe ni a la resignación ni a la violencia,  no confesará jamás su fracaso, no devolverá  las armas que esconde en su mente: buscará  algún chivo emisario a quien cargarle la culpa.
  
     Marco Denevi,  (La Nación . Julio del 2002)

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