El perdón es una restauración de la mentalidad comprensiva. Significa que hemos eentrado en una dimensión de entendimiento o de consciencia en que nos liberamos de nuestros juicios negativos y de las culpas decretadas.
El perdón es un retorno a la mentalidad recta: nuestra mente se da cuenta que las manifestaciones de cada uno corresponden a las actitudes y comportamientos que su personalidad puede emprender y que nuestras elecciones provienen de nuestras condiciones particulares.
La comprensión nos lleva a la paz.
La comprensión nos lleva a la paz.
Cuando decidimos “perdonar” a otros simplemente estamos aceptando las limitaciones de sus personalidades, su vulnerabilidad, su susceptibilidad a errar, su ignorancia, tal vez su desbordado egoísmo...
Los juicios negativos que hacemos expresan claramente nuestra percepción -cómo definimos a otros y cómo interpretamos sus hechos o sus manifestaciones de vida. También esos juicios que emitimos nos definen a nosotros: qué visión tenemos, que tan flexibles somos, cómo es nuestra tolerancia y nuestra capacidad para entenderlos.
Los juicios negativos que hacemos expresan claramente nuestra percepción -cómo definimos a otros y cómo interpretamos sus hechos o sus manifestaciones de vida. También esos juicios que emitimos nos definen a nosotros: qué visión tenemos, que tan flexibles somos, cómo es nuestra tolerancia y nuestra capacidad para entenderlos.
Podemos darnos cuenta que cada uno actúa según sus condiciones subjetivas y según las circunstancias de tiempo y espacio que atraviesa. Las acciones y comportamientos de cada uno son sus manifestaciones singulares.
El perdón es la percepción ajustada a los ritmos y la interacción progresiva de la vida.
Hay dos disposiciones humanas avasalladoramente conflictivas y egocéntricas: lo que llamamos orgullo y la tendencia a juzgar negativamente –lo que hacemos cuando nos plantamos ante otros como sus opuestos y adversarios.
Cuando elegimos subjetivamente esas dos alternativas disociadoras, psicológicamente adoptamos posiciones de ataque o defensa discriminando a los seres humanos que confrontamos desde la altivez retadora e impositiva del orgullo o desde la terquedad y dureza de nuestros juicios.
En otra vertiente, los juicios negativos contra las acciones de otros o contra ellos por lo que hicieron, son una reacción de rechazo y de discriminación que adopta quien juzga.
¿Quién o qué fue herido o afectado por las acciones de otros?
Hay un “yo” o ego que se atribuye o se asigna la función de exponer su orgullo lastimado y de juzgar a otros.
El orgullo es una idea o un conjunto de ideas que exaltan atributos o creencias que exhibimos como superiores o como dignos de culto y reconocimiento –el orgullo por apellidos o ancestros, por alguna condición de grupo o de territorialidad, por alguna jerarquía o posición competitiva y socialmente alcanzada, por algunas posesiones materiales privilegiadas que hemos recibido y que otros no tienen…
Habiendo asumido que algo representa un motivo de orgullo adherimos a ello confiriéndole una valoración o rango de exclusividad que debemos defender y ostentar (tal vez como nuestro trofeo o nuestra condición particular que nos eleva sobre otros).
El “orgullo herido” y los juicios negativos que proferimos nos impulsan a protagonizar nuestros papeles de ofendidos y de víctimas (los desvalidos en la vivencia común) y a señalar a otros como ofensores, victimarios y culpables.
Cuando asumimos que “nuestro orgullo ha sido herido” o que otros “actuaron mal” les atribuimos la culpa.
La culpa es sinónimo de pecado, la transgresión de una norma moral que dictamina los comportamientos y las acciones humanas.
Otros pueden determinar nuestras culpas y acusarnos públicamente. También nosotros podemos sentirnos culpables de algo (percibimos la culpa como un estado de malestar ante los hechos).
El orgullo herido debe ser reparado según las exigencias del ego: el culpable identificado deberá ser doblegado y castigado también para vengar la afrenta padecida.
En el elemental razonamiento del ego todos los conceptos están definidos muy rígida y mecánicamente –la ofensa, la culpa, el resentimiento, el juicio, el castigo, la venganza…
En la dimensión del ser –la psiquis de cada uno-, la vida es un escenario de interacción, de relaciones donde expresamos nuestras personalidades en nuestras acciones y comportamientos. Podemos actuar allí acogedores, solidarios y constructivos, o podemos actuar hostiles, codiciosos y destructivos. Alternamos nuestros roles en la dualidad, de un extremo a otro hasta que alcanzamos nuestra paz.
Cada personalidad tiene sus rasgos propios que la retratan como diferente. En algunos períodos de nuestras historias podemos demostrar nuestras cualidades de altruismo, afecto, hospitalidad, consideración hacia los demás; en otros períodos podemos ser disociadores, ambiciosos, caprichosos y agresivos.
Las características de nuestras personalidades podemos expresarlas en las relaciones y bajo las condiciones de las situaciones que atravesamos.
Lo más deplorable y oscuro de esa personalidad en evolución puede aparecer allí, y también lo más amable y luminoso.
Cuando predominan las características negativas o adversas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser marcadamente violentas y destructivas.
Cuando predominan las características positivas o armoniosas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser acogedoramente apacibles y constructivas.
Bajo las condiciones de cada momento –personalidad y circunstancias-, el ser humano sensato y ecuánime actúa respetuosamente con los demás; el ser humano tonto y perturbado actúa despectivamente respecto a los demás -posiblemente en su mente ofuscada no tenga la capacidad temporal de evaluar qué tan violentas son sus acciones ni qué consecuencias atrae contra sí como represalia (puede representar el papel de un tonto reducido a su restringido ambiente hogareño que solo afecta a sus allegados o el de un tonto con una posición de gran influencia, por lo que sus elecciones pueden afectar a un gran número de seres humanos).
Llegados al término de su jornada, el rey y el mendigo son solo dos caminantes fatigados y tristes que han experimentado sus papeles afanosamente: uno se creyó elegido por la providencia para doblegar a otros y ser servido y el otro se creyó víctima de un destino injusto y cruel que lo condenó al sufrimiento y al hambre.
Esperando el instante en que deberán partir, ambos están preocupados y abatidos porque no lograron comprender cuál era su aprendizaje y la relación armoniosa que pudieron cumplir. Sin embargo, el viejo rey conserva aún algún fulgor desafiante de soberbia en la mirada y el viejo pordiosero algún gesto mezcla de impotencia y de aflicción.
Cuando dejamos de juzgar negativamente, nos liberamos de las culpas propias y ajenas y empezamos a reconocer nuestra paz.
Hugo Betancur (Colombia)
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