Una vez, un faquir judío se alteró mucho por sus problemas. ¿Quién no se altera? A todos nos molestan nuestros infortunios, y lo que más nos molesta es ver felices a los demás. Vemos nuestra tristeza y vemos las caras de los demás. No vemos la tristeza en los demás; vemos sus ojos alegres, las sonrisas en sus labios. Si nos miramos a nosotros mismos, vemos que, a pesar de tener problemas interiores, mantenemos la sonrisa exterior. En realidad, la sonrisa es una manera de ocultar la tristeza.Nadie quiere dar muestras de que es infeliz. Si la persona no puede ser verdaderamente feliz, al menos quiere dar muestras de que ha llegado a ser feliz, porque dar muestras de ser infeliz provoca grandes sentimientos de humillación, de pérdida y de derrota. Por eso mantenemos externamente una sonrisa, e internamente nos quedamos como estamos. Interiormente se siguen acumulando las lágrimas; exteriormente practicamos nuestras sonrisas. Así, cuando alguien nos mira desde el exterior, nos encuentra sonrientes; pero cuando esa persona mira dentro de sí misma encuentra allí tristeza.
Y eso se convierte en un problema para él. Cree que todo el mundo es feliz, que solo él es infeliz.Lo mismo le sucedía a este faquir. Una noche, en sus oraciones a Dios, dijo:
-No te pido que no me envíes infelicidad, porque si merezco la infelicidad entonces debo recibirla, sin duda; pero al menos puedo pedirte que no me envíes tantos sufrimientos. Veo que la gente ríe en el mundo y que yo soy el único que llora. Todo el mundo parece feliz, y yo soy el único infeliz. Todo el mundo parece alegre; yo soy el único triste, perdido en la oscuridad. Al fin y al cabo, ¿qué mal te he hecho? Hazme el favor, te lo ruego: entrégame la infelicidad de alguna otra persona a cambio de la mía. Cambia mi infelicidad por la de cualquier otro que quieras, y la aceptaré.
Aquella noche, mientras dormía, tuvo un sueño extraño. Vio una mansión enorme en la que había millones de ganchos. Entraban allí millones de personas, y cada una llevaba a la espalda un fardo de infelicidad. Al ver tantos fardos de infelicidad se asustó mucho y se desconcertó. Los fardos que llevaban las demás personas eran muy semejantes al suyo. Todos los fardos tenían exactamente el mismo tamaño y forma. Sintió una gran confusión. Siempre había visto sonreír a su vecino; y todas las mañanas, cuando el faquir le preguntaba cómo marchaban las cosas, éste le decía: “Todo va bien”. Y aquel hombre cargaba entonces con la misma cantidad de infelicidad.
Vio a políticos con sus seguidores, a gurús con sus discípulos, y todos llegaban con una carga del mismo tamaño. Los sabios y los ignorantes, los ricos y los pobres, los sanos y los enfermos: todos llevaban una misma carga en sus fardos. El faquir estaba atónito. Veía por primera vez los fardos: hasta entonces, sólo había visto las caras de la gente.
De pronto, una fuerte voz llenó la sala: “¡Colgad vuestros fardos!” Todos, hasta el faquir, hicieron lo que les mandaban y colgaron sus fardos en los ganchos. Todos se apresuraron a quitarse de encima sus problemas; nadie quería cargar con sus desgracias ni un segundo más, y si se nos brindase a nosotros esa misma oportunidad, también los colgaríamos enseguida.
Después se oyó otra voz que decía: “Ahora, cada uno de vosotros debe tomar el fardo que prefiera.” Podemos sospechar que el faquir tomo inmediatamente el fardo de otra persona. Pero no cometió tal error. Aterrorizado, se apresuró a tomar su propio fardo antes de que lo tomara otra persona: de lo contrario, tendría un problema, pues todos los fardos parecían iguales. Pensó que era mejor cargar con su propio fardo: al menos, lo que había en él le resultaba familiar. ¿Quién sabe qué desgracias había en los fardos de los demás? La desgracia que nos resulta familiar es un tipo menor de desgracia: es una desgracia conocida, una desgracia reconocible.
Así, presa de pánico, corrió a tomar su propio fardo antes de que nadie más pudiera ponerle las manos encima. Pero cuando miró a su alrededor descubrió que todos los demás habían corrido también a tomar sus propios fardos; nadie había elegido un fardo que no fuera el suyo. Preguntó:
-¿Por qué tenéis tanta prisa por tomar vuestros propios fardos?
-Nos asustamos –le respondieron-. Hasta ahora, habíamos creído que todos los demás eran felices, que sólo nosotros éramos desgraciados.
A todos los que interrogaba el faquir en aquella casa le respondían que siempre habían creído que todos los demás eran felices.
-Incluso creíamos que tú también eras feliz –le dijeron-. También tú andabas por la calle con una sonrisa. Nunca nos imaginamos que también tú llevabas dentro un fardo de desgracias.
El faquir preguntó, lleno de curiosidad:
-¿Por qué recogisteis vuestros propios fardos? ¿Por qué no los cambiasteis por otros?
-Hoy, cada uno de nosotros ha rezado a Dios diciéndole que queríamos cambiar nuestros fardos de desgracia –le respondieron-. Pero cuando vimos que las desgracias de los demás eran iguales, tuvimos miedo: nunca nos habíamos imaginado tal cosa. De modo que supusimos que era mejor recoger nuestro propio fardo. Es familiar y conocido. ¿Por qué caer en desgracias nuevas? Con el tiempo, también nos acostumbramos a las desgracias viejas.
Aquella noche nadie recogió un fardo que perteneciera a otra persona. El faquir se despertó y dio gracias a Dios misericordioso por haberle permitido recuperar sus viejas desgracias, y decidió no pedir nunca más una cosa así en sus oraciones.
OSHO
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